Y finalmente terminó mi aventura japonesa, al menos de
momento. Han sido dos años de vivencias y convivencia con los japoneses que,
sin duda, me han servido para percibir
la enorme cantidad de diferencias que existen entre ambas sociedades. Los
tópicos, en la mayoría de ocasiones, no son más que etiquetas y, a veces, sólo
sirven para menospreciar aquello que miramos desde la distancia. Aún así, cabe decir que muchos de ellos son del todo ciertos cuando hablamos de Japón.
Durante todo este tiempo he vivido en dos ciudades
completamente distintas, diametralmente opuestas en cuanto al ritmo de vida.
Kyoto, antigua capital imperial de Japón durante el período Heian (794-1185) y testimonio del
florecimiento del budismo con centenares de templos y preciosos lugares
dedicados al retiro espiritual. Durante los últimos años, Kyoto se ha
convertido en uno de los destinos preferidos por todos aquellos que quieren
profundizar en el aprendizaje del idioma japonés y, año tras año, sus
universidades reciben centenares de estudiantes venidos de todo el mundo. Su entorno y un nivel de vida mucho más
relajado en comparación al “hervidero” de la capital nipona, Tokyo, han
convertido Kyoto en un destino idóneo para aprender japonés. Se hace difícil de nombrar todo aquello vivido y todas las personas conocidas durante mi año de estudios
en la Kyoto University of Foreign Studies (KUFS). Sólo puedo decir que se ha
convertido en la mayor y más grande de las experiencias vividas hasta el
momento.
Por otro lado Miyazaki. Cuando el Ministerio de Cultura
Japonés (el Monbukagakushô) me otorgó la beca de estudios escogió la
universidad de esta localidad situada al sureste de la isla de Kyûshû, la más
meridional de las cuatro que conforman el archipiélago japonés. Antes de
aterrizar en Miyazaki hablé con amigos y hacer un poco de
búsqueda sobre lo que me depararía mi nuevo destino. Todo coincidía en que iba
a cambiar el ambiente internacional, propio de una de una gran ciudad como
Kyoto, por una vida mucho más tranquila, una vida en el campo. Y así fue,
Miyazaki, aún siendo una ciudad de 400.000 habitantes mantiene intacto ese
aroma rural y provinciano (los japoneses lo llaman 田舎, inaka).
La naturaleza se convierte en actor
principal ofreciendo un sinfín de bellos y verdes parajes por doquier. El mar
que baña las costas de la capital de la prefectura que lleva su mismo nombre, Miyazaki,
es uno de los lugares preferidos por los amantes a los deportes acuáticos y son
muchos los que deciden venir a surfear a sus playas. En definitiva, un entorno tranquilo,
sin distracciones, propicio para el estudio del idioma pero en el cual desde el
primer momento no me encontré nada cómodo. La ausencia de europeos en la
universidad y las pocas ganas de sus estudiantes para conocer gente venida desde
el "viejo continente" hicieron muy
difícil mi integración en la ciudad. Fueron muchas las veces en las que pensé seriamente
en renunciar y volver a España. Finalmente, pero, lo tomé como un retó que al final me sirvió
para aprender sobre la forma de vida más rural y tranquila de los japoneses,
aquello que queda oculto bajo los neones de la megalómana Tokyo y los templos y
santuarios de la imperial Kyoto. De todos modos, he de decir decir que no todo han sido malos recuerdos, ni mucho menos. Experiencias como la visita a la isla de Yakushima, o la participación activa en el Festival Internacional de Miyazaki se convirtieron en un gran aliciente de mi estancia en la ciudad de Miyazaki.
Ahora empieza otra etapa. De regreso a España mi objetivo es
conseguir trabajo en una empresa relacionada con Japón, a poder ser donde pueda
aportar mis conocimientos del país y del idioma. Así, de este modo, poder
regresar a Japón en un futuro.