Los nipones están orgullosos de mantener la balanza equilibrada aunque en ocasiones uno de los dos extremos tiende a imponerse. Uno de los casos más visibles de este desequilibrio se observa en la paridad entre hombres y mujeres. Últimamente las cosas están cambiando pero Japón sigue siendo hoy en día una sociedad machista.
Criados y educados para que prefieran la compañía de su propio sexo y, a menudo, inmersos en matrimonios arreglados, hombres y mujeres pasan poco tiempo juntos. Los jóvenes salen cada vez más en grupos mixtos, pero la restringida vida social que surge de las condiciones laborales reduce las oportunidades de conocer a miembros del otro sexo.
Japón continúa siendo un país de predominio masculino. Sólo un tercio de los estudiantes universitarios son mujeres y aunque la mitad de la fuerza laboral es femenina, sólo un pequeño porcentaje ocupa puestos ejecutivos. Independientemente de la titulación, el trabajo de las mujeres tiende a ser servil y subordinado: suelen vestir uniforme, mientras que los hombres muchas veces se les exime de llevar traje, contestan al teléfono y sirven el té a sus colegas masculinos. Son contratadas cuando tienen 20 años con sueldos inferiores a los de sus homólogos masculinos y se espera que dejen el empleo al casarse.
Aunque la oposición a una mayor igualdad proviene de los políticos, también tiene su origen, paradójicamente, en legones de mujeres encantadas de poder ejercer el poder (valga la redundancia) en el hogar y de no tener que preocuparse por llevar el dinero a casa. En un país en el que es proverbial la tenacidad femenina, el cliché occidental acerca de las humildes y sumisas mujeres japonesas es sólo cuestión de modales. Los hombres japoneses, sometidos a una rutina que les presiona enormemente para que se amolden, a veces parecen más reservados y rígidos que las mujeres.
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