Raiko era un hombre muy rico que vivía en una importante aldea pero, a pesar de su dinero, que siempre llevaba consigo en su obi (fajín), era tremendamente tacaño. A medida que envejecía, su tacañería aumentaba hasta el punto de que, cierto día, pensó en despedir a los sirvientes que tan fielmente le habían atendido.
Pero un buen día Raiko cayó gravemente enfermo aquejado de unas terribles fiebres. Durante la décima noche de su convalescencia, un bonzo (sacerdote) se apareció a los pies de su cama, le preguntó cómo estaba y le dijo que desde hacía mucho tiempo tenía la esperanza que un oni (demonio) se lo llevara.
La falta de delicadeza del bonzo ofendió a Raiko, tanto que exigió al monje que se saliera de su casa. Pero éste, en lugar de irse, le advirtió que tenía el remedio para su enfermedad. El único modo de recobrar su salud era desabrochar el obi y distribuir su dinero entre los pobres.
Raiko se enfadó aún más por la actitud impertinente del monje. Sacó una daga de entre sus ropas e intentó matar al sacerdote que, sin el menor temor, le informó de que sabía de su intención de despedir a los sirvientes y que por las noches venía para consumir su energía vital. "Ahora –dijo el bonzo- he logrado mi objetivo". Y, tras pronunciar estas palabras, apagó la vela.
Raikko, aterrado, sentía que una criatura fantasmal avanzaba hacia él. El anciano blandió a ciegas su daga y causó tal estruendo que sus sirvientes entraron en sus aposentos con linternas. La luz desveló la presencia de una aterradora garra clavada a un lado del colchón del anciano.
Los sirvientes siguieron un pequeño reguero de sangre y llegaron hasta un montículo en el jardín dentro del cual descubrieron un agujero. Allí, en el fondo, vieron una enorme araña que les suplicó que convencieran a su amo de que dejara de ofender a los dioses con su avaricia.
Cuando Raiko escucho las palabras de sus criados se arrepintió y entregó grandes sumas de dinero a los pobres. Inari había adoptado la forma de una araña y la del sacerdote para dar al viejo una lección.
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