jueves, 6 de septiembre de 2012

La ciudad que nunca duerme: Tokio (2)

Lo que hoy día impresiona de verdad en la ciudad de Tokio es la llamada cultura de lo práctico: la capital sigue siendo ese mosaico de comunidades independientes, una auténtica amalgama. Todas ellas son autónomas, casi insulares. La gente apenas tiene necesidad de perderse por la ciudad: en vez de tener que cruzarla para realizar una compra, el comercio se encuentra, por lo general, justo ahí, al doblar la esquina, desde el carnicero, al pescadero hasta el panadero y el vendedor de tatamis.

Se trata de un sistema de desarrollo aleatorio pero muy eficaz, que (dejando de lado el hecho de que sea imposible encontrar las casas por sus direcciones –Tokio está dividida en enormes barrios y estos en circunscripciones-) permite que la ciudad siga funcionando a todos los niveles, aunque no deje de maravillar cómo un organismo tan complejo funciona con absoluta precisión un día tras otro.

Horas antes del alba, centenares de atunes se alinean en la Lonja de Tsukiji esperando a ser subastadas; hacia las 7.00 h, miles y miles de niños se dirigen a sus respectivas escuelas, a menudo acompañados de sus obento (cajitas del almuerzo recién hechas por sus mamás). Poco después, doce millones de trabajadores invaden la ciudad en trayectos de una duración media de una hora de ida y otra de vuelta. Al llegar la noche, la capital asiática se queda vacía, como si de una ciudad fantasma se tratase y sólo quedan en pie aquellos que, después de salir a beber con sus compañeros de empresa, no han llegado a tiempo a coger el último tren y vagan en busca de un lugar donde pasar la noche.

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