domingo, 26 de julio de 2009

El emperador japonés

La figura del emperador y toda su idiosincrasia es uno de los elementos más carismáticos del país del sol naciente. El Kojiki (registro de cosas antiguas), considerado el libro más antiguo que se conserva de la historia de Japón y publicado el 712 de nuestra era, ya contemplaba los primeros textos referentes a la figura de un soberano de los hombres. El primero de los mandatos imperiales del archipiélago se le concede a Jimmu tenno (apelativo que con el tiempo terminaría significando “emperador” en japonés), descendiente directo de la estirpe divina y más concretamente de Amaterasu, diosa del Sol y situada en la cúspide del panteón de los dioses sintoístas. Un primer emperador que encarna la superación definitiva de la lucha entre clanes y la victoria del Kyushu septentrional sobre Izumo (Honshu meridional). El mito, no cuenta sino la victoria de las comunidades agrícolas sobre las comunidades de cazadores y recolectores y es muy probable que sin la supremacía de la agricultura no hubiera sido posible la construcción y articulación del primer estado japonés, el estado Yamato (nombre que recibe la llanura más grande del Honshu meridional y donde estableció la capital Jimmu).


A lo largo del tiempo, la figura del emperador ha vivido períodos de más o menor influencia dentro de la política nipona. Desde la época Heian (794-1185), donde la corte desarrolló un mundo cerrado de refinamiento extraordinario y la figura del emperador se situaba en lo más alto del plano político, pasando por épocas de regencias militares (los shogunatos) en las cuales el emperador y su séquito vivía en un segundo plano y solo representaba el prestigio cultural e incluso durante parte del periodo Muromachi (1333-1573) llegaron a convivir de forma simultánea dos cortes con sus dos respectivos emperadores.

Durante la Restauración Meiji (1868-1912) y tal y como establecía la Constitución de 1889, el emperador volvió a situarse en lo alto del sistema político japonés. La función legislativa y ejecutiva recaía en sus manos y de el dependía aprobar las leyes. Este era, además, el máximo responsable del ejército y en sus manos recaía la soberanía del país asiático. En esta época, el emperador se rodeaba de un grupo de sabios provenientes de las familias aristocráticas más importantes del país (la denominada Genrô), que le ayudaban a tomar las decisiones y que a su vez le llevaban la agenda política.

Una vez terminada la Segunda Guerra Mundial los americanos, encargados de iniciar la recuperación del país, decidieron no tocar la figura del emperador a cambio de que este renunciara a su carácter divino. Un hecho que tuvo lugar el 1 de Enero de 1946 en la declaración de la humanidad o Ningen Sengen donde el mandatario nipón se deshizo de su estirpe divina para ser nombrado soberano de los japoneses. Se convertiría así en el símbolo del estado y de la unidad del pueblo japonés.
La Constitución de 1947 determinó las nuevas funciones de del emperador, que a partir de ese momento quedaba sometido y ligado al gabinete (órgano ejecutivo) y debía rendirle cuentas de todas sus funciones o actos de estado. La carta magna definía también la sucesión al trono imperial, que pasaría a ser dinástica y hereditaria.

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